MURIÓ EL 31 DE MARZO DE 2015
31
Mar 2017 - 12:02 AM
REDACCIÓN CULTURA, EL ESPECTADOR
Pensar
en él es pensar, sobre todo, en la autenticidad y la ética como actitudes
vitales que nos determinan.
En una conferencia sobre la ética
impartida en la Universidad de Cambridge, Wittgenstein ponía de presente que
hablar o escribir sobre aquélla suponía ir contra los límites del lenguaje. Su
naturaleza mística —consideraba— no es susceptible de expresarse a través de
palabras y por tanto se encuentra más allá del lenguaje significativo. Sin
embargo, para el filósofo austríaco, esto comporta, más que su inexistencia, su
carácter inexpresable e irremediablemente silencioso, sobre el que apunta en el
Tractatus: “lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico”.
Pensar en Carlos
Gaviria es, sobre todo, pensar en la autenticidad y la ética como actitudes
vitales que nos determinan, entender la construcción de una identidad libre de
artificios, como una responsabilidad existencial ineludible, y la originalidad
del pensamiento como una postura que dé cuenta de nuestra voluntad de ser y de
saber. Es, por tanto, entender el aserto wittgensteiniano sobre el contenido
pedagógico de la ética y la integridad como algo que debe conducir nuestros
pasos, como un daimon platónico capaz de ser inoculado, llenando
de sentido la afirmación heraclitea “Para el hombre, el ethos es su daimon”.
Digo esto y pienso que es esta cualidad de
su carácter la que le otorga esa fuerza de permanencia a su legado. Incapaz de
conformarse con la postura contemplativa de la academia, entendió la
importancia de la defensa de los derechos humanos en un país signado por la
barbarie. Su apuesta por restituirle la dignidad al ejercicio de la política a
través de la formulación de propuestas serias y reales, sin acudir a la mentira
ni sucumbir ante la conveniencia práctica, da cuenta de su talante ético
irreductible y sólo es comparable con su magistral paso por la Corte
Constitucional, donde con sus posiciones heterodoxas y progresistas contribuyó
enormemente a darle forma y contenido a la Constitución Política de 1991.
Gaviria, parafraseando a Eduardo Galeano,
fue un raro tipo que decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Renuente a las
ambigüedades, consideró la coherencia como valor fundamental de la discusión
pública racional. En un país de caudillos, acostumbrado al valor instrumental
del recurso retórico, la estigmatización de la alteridad como arma política y
la simulación ideológica de la democracia, se sublevó contra el orden oficial y
supo demostrar que la integridad y la decencia no son otra cosa que la lucha
incesante por cerrar la brecha entre lo que se piensa, se dice y se hace.
Agudo en sus razonamientos, comprendió que
el conocimiento que conduce a la certeza diluye el diálogo, nos impide
confrontarnos y nos adormece entre la arrogancia solipsista de la ignorancia.
De allí, de su fascinación por los conjurados que han tomado la extraña
resolución de ser razonables, heredó “la manía socrática de someterlo todo,
inclusive los más sagrado, al análisis insobornable de la razón”, pero también
su vocación formativa desde el ejemplo silencioso y revelador.
Quizás mostrar la
ética sea su labor pedagógica más importante y, en consecuencia, la que
habremos de preservar hacia el futuro como una lanza que choca contra un molino
de viento, para recalar, como el autor del Tractatus, diciendo “si entendemos por eternidad no
una duración temporal infinita, sino la atemporalidad, entonces vive
eternamente aquel que vive en el presente”.