viernes, 8 de mayo de 2015

Carlos Gaviria: el maestro de una generación

Magistrado, maestro y “anticandidato”

Hoy estaría cumpliendo 78 años el recientemente fallecido líder.

Por: Natalia Ángel Cabo * / Especial para El Espectador
  
Con frecuencia, Carlos Gaviria llamaba a sus colaboradores de urgencia a su despacho: “Es hora de leer poesía”, les decía. Y leían, “hasta que sintiéramos que cualquier lucha era posible. /Archivo El Espectador


Sobre Carlos Gaviria se han escrito ya sentidos homenajes y bastante se ha dicho sobre este hombre afable, maestro de muchos. Yo quiero sumarme a su despedida contando un poco de lo que viví durante años de trabajar como auxiliar de su despacho en la Corte Constitucional, monitora en la Universidad de los Andes y jefe (aunque el título me quede grande) de su primera campaña al Senado.
Cuando lo conocí él ya representaba un símbolo de cambio constitucional. Para mí, como para toda una generación de nacientes constitucionalistas, era todo un acontecimiento que un filósofo, profesor universitario y sin ningún vínculo político, hubiera sido elegido magistrado. Mirando atrás, no me cabe duda de que su elección fue posible porque muchos de los que lo apoyaron no anticiparon que este hombre escribiría buena parte de las decisiones más progresistas de la Corte Constitucional. En el momento en que Gaviria era magistrado estaba todo por construir. Y para él, construir significaba mandar mensajes simples, pero radicales, frente a lo que esta sociedad estaba acostumbrada: el respeto de la libertad individual, la necesidad de garantizar condiciones de igualdad para grupos marginados y discriminados y la importancia de defender la democracia como condición de libertad.
El fallo de la despenalización de la dosis personal de droga es —para críticos y defensores— su decisión más célebre. Y sin duda recoge el centro de su compromiso constitucional: una defensa a ultranza de la autonomía individual, de permitir a la persona definir su proyecto de vida y, como dijo en una sentencia, de que cada persona decida qué es bueno o malo para ella. Gaviria creía firmemente que si una conducta no afecta directamente a otros, sólo por ella debe ser decidida, y que si un comportamiento se estima socialmente indeseable, principalmente a través del diálogo y de la educación, y no de la fuerza, se generan las transformaciones. Por eso no debe sorprender que cuando le pregunté cuál había sido su más dura derrota en la Corte, me contestara que aquella sobre su propuesta de declarar inconstitucional la norma que permite el castigo corporal moderado de los niños. En lo que terminó siendo uno de sus más bellos salvamentos de voto, sintetiza su postura frente al castigo y la educación:
“Por la fuerza se arrastra, pero no se conduce. Suprimir, por el uso de la fuerza, la capacidad evaluativa del niño es ignorar las condiciones que lo hacen digno. Quien conduce enseña el camino que juzga mejor, pero el que arrastra elimina brutalmente toda posibilidad de optar. Cosifica al sujeto, al despojarlo de la libertad que lo signa.
La tarea del educador consiste, ante todo, en crear las condiciones propicias para que la conciencia moral empiece a plasmarse y el sujeto ético a construirse, y nada de ello es posible en un ambiente presidido por el miedo (…)”.
Fueron muchas las batallas, muchas las derrotas, pero en todas demostró su coherencia y un compromiso único con la libertad y con la igualdad de grupos tradicionalmente marginados y discriminados. Él apoyaba la lucha de las mujeres por la igualdad, lo cual se reflejó en diversas decisiones, como la que aprobó la llamada Ley de cuotas y la que acepta una edad pensional menor para las mujeres, sobre consideraciones de igualdad material. Rechazaba la estigmatización de orientaciones sexuales diversas, pues no toleraba que un país que se dice respetuoso de la igualdad y la dignidad humanas obligara a las personas, so pena de sanción, a vivir en la clandestinidad.
Sus sentencias sobre diversidad étnica y cultural son reconocidas en el mundo como decisiones paradigmáticas en las que se avanza una regla simple pero poderosa para garantizar la supervivencia de minorías étnicas y culturales: las comunidades indígenas dentro de su territorio gozan de un máximo de autonomía para decidir sus asuntos y juzgar a sus miembros conforme a sus reglas y procedimientos. 
La defensa del proyecto democrático también era una de sus banderas, pero un proyecto que se construye y no se impone por la fuerza. Reflejo de ello son sus elocuentes pronunciamientos contra las sanciones a la cobardía, y el fallo que insiste en que los estímulos al voto son preferibles al voto obligatorio.
El aprendizaje, el maestro

Trabajar con Gaviria era embarcarse en un proyecto diario de cambio constitucional. Y para este cambio se requería valentía. Fueron muchos los triunfos, pero también los momentos difíciles. La pelea que se gestó al interior de la Corte por la sentencia de la eutanasia, que terminó distanciando a Gaviria de personas a las que quería y admiraba, le dolió, lo mismo que los embates contra la tutela y la lectura acomodada de algunos periodistas sobre la sentencia que defendió la inviolabilidad parlamentaria. Pero, como siempre, respondió con elocuencia. Para defender la tutela, publicó un bellísimo escrito: La tutela como un instrumento de paz, que, a mi juicio, debe ser lectura obligada para todo estudiante de derecho. En él pone de presente cómo, en un país violento como Colombia, la tutela sirve para que la gente evite la justicia por propia mano y recurra a la a vía racional y civilizada de resolución de conflictos: el derecho.
Obviamente, cuando Gaviria llegó a la Corte ya había superado muchos retos, así que ninguno de los anteriores lo aminoraba. En varias ocasiones me habló con tristeza de la muerte de su padre, de su exilio en Argentina y del dolor que le causó el asesinato de su gran amigo Héctor Abad Gómez. Estos hechos lo habían fortalecido. Para quienes trabajábamos a su lado incluso los momentos álgidos se convertían en instancias de aprendizaje. Con frecuencia, nos llamaba con urgencia a su despacho y con la candidez de siempre nos decía: “Es hora de leer poesía”. Sacaba su libro y nos envolvía con su lectura hasta que todos sintiéramos que cualquier lucha era posible.
Muchos de sus amigos han recordado su pasión por Borges, Kant, Berlin, Wittgenstein y Kelsen. Para mí fue memorable un seminario sobre Kelsen del que tuve el placer de ser su monitora. En la primera sesión transportaba a los estudiantes a la Viena del momento. Comenzaba por Wittgenstein, pero no en su fase de filósofo sino en la de arquitecto de la casa de su hermana. A partir de ahí, hablaba sobre la Viena de la posguerra y su lugar en la historia. Mirábamos reproducciones de los cuadros de Klimt, hablábamos de Freud, oíamos música clásica, y una vez nos situábamos en el lugar y en la época, nos comenzaba a leer un extracto de un libro de Kelsen, no sin antes lamentar las malas interpretaciones que se habían hecho del jurista austríaco.
Una tarde en la Corte, nos dedicamos a la lectura de Simone Weil. A pesar de que Gaviria era agnóstico y Weil mística, él la admiraba por su capacidad de compasión y defensa de los trabajadores. Un libro sobre ficciones, La Filosofía del como si, del filósofo kantiano Hans Vaihnger, era uno de sus tesoros más preciados. Se ufanaba de tener una copia, pues no había sido reeditado y el autor había quedado en el recuerdo de unos pocos filósofos que, como él, apreciaron su valor. Cuando me dejó ojearlo, abrazó su libro y con reticencia me rogó que lo mirara con especial cuidado. Quien conozca las sentencias de Gaviria entenderá la influencia de este libro en sus decisiones. La que él llamaba “ética del como si” aparece hermosamente plasmada en una de sus pocas publicaciones y en diferentes sentencias, como aquella que habla del deber general de obediencia del derecho. La que a mí más me gusta es una sentencia de tutela en la que la Corte, con ponencia de Gaviria, ‘regaña’ a un padre que no quiere dar alimentos a su hijo. Palabras más, palabras menos, allí se expresa: La Corte no puede obligarlo a querer a su hijo, pero sí puede obligarlo a que actúe como si lo quisiera.
Para quienes trabajábamos con Carlos Gaviria, él fue no sólo un maestro, sino también un verdadero amigo; capaz de tener empatía con sus colaboradores en momentos difíciles y de hacernos reír a punta de cultura y elocuencia. Cuando murió mi padre, por ejemplo, me regaló Tratado de Culinaria para Mujeres Tristes, de Héctor Abad Faciolince, y en un momento de crisis existencial me leyó, entre carcajadas, el cuento de Manuel Vincent “No pongas tus sucias manos sobre Mozart”, la historia de un hombre de izquierda, respetuoso de la libertad, que después de resistir durante años la tentación del autoritarismo paterno, explota ante la ‘insolencia’ de su hija rockera cuando se atreve a tocar su preciado disco “Sinfonía número 40” de Mozart. Yo creo que Gaviria tenía mucho del hombre de ese cuento, pues si bien jamás recurriría a la violencia, y mucho menos les pondría una mano encima a sus hijas, que adoraba, su elegancia y su amor por la cultura le hacían morderse los labios cada vez que la sentía atropellada.
Gaviria gozaba plenamente de la compañía de su esposa, María Cristina; de su hijo, Juan Carlos; de sus hijas Ana Cristina, Natalia y Ximena, y de sus amigos. Sin embargo, también era un hombre a quien le gustaba la soledad. Cuando renuncié a la Corte para estudiar en Estados Unidos, me escribió una bella carta en la que expresó:
“Cómo es de necesario el ejercicio de mirar para adentro y rendirse cuentas uno mismo. A veces la compañía diluye el compromiso más urgente, que es con uno mismo, y termina uno viviendo superficialmente y tomándole el pelo a la responsabilidad vital. Yo aprecio y gozo mucho la soledad como opción porque me permite saber hasta dónde soy capaz de ser auténtico, que es la única forma digna de existir”.
La causa perdida de la política

Para mí fue una sorpresa su decisión de lanzarse a la política. Para ese entonces le estaba gestionando una invitación a la Universidad de Harvard, pues quería dedicarse a terminar un libro sobre Platón que tenía por varios años entre el tintero. Cuando le escribí con cierto reparo, me respondió:
“Esto lo hago como un compromiso ético. Me parece que respaldar una propuesta democrática y de izquierda constituye un doble mensaje: para el establecimiento, que se niega a renunciar a sus privilegios, y para la guerrilla, que insiste en que las transformaciones esenciales sólo se pueden hacer por las vías más irracionales. Además, recuerda que soy borgiano y según Borges, un caballero sólo se apunta a las causas perdidas”.
Mi cariño y mi admiración por Carlos Gaviria le ganaron a mi sorpresa inicial por su incursión en política y, por ello, a mi regreso al país, decidí acompañarlo en su primera empresa electoral. Llegué tres meses antes de las elecciones del 2002. Él no parecía interesado en empezar su campaña y varias de las personas que lo querían no tenían idea de su aspiración al Senado. Algunos miembros de su partido, el entonces llamado Frente Social y Político, organizaban eventos para presentar su candidatura, pero él los cancelaba porque tenía clase en la universidad. Lo cierto es que en ese entonces Gaviria no tenía mayores afanes de ser elegido congresista. Mucho menos iba a renunciar a las cosas que lo hacían feliz para participar en actividades proselitistas. Al final del día, se sentaba con su equipo cercano y se reía de que le reclamaran su actitud de antipolítico. Más de una vez se burló de sí mismo repitiendo la historia de un amigo que años atrás le había dicho: las personas más inteligentes que conozco son de izquierda, los buenos humanistas son de izquierda, los mejores profesores son de izquierda, pero cuando la izquierda se mete en política, la embarra. A renglón seguido, se reía a carcajadas.
Yo no puedo hablar de lo que fue Gaviria como candidato del Polo. Lo único que sé es que en su primera incursión en política, en momentos en los que le daba lo mismo ganar o perder, la risa era constante. Como anécdota curiosa me acuerdo del esfuerzo descomunal por conseguirnos 20 millones de pesos para un aviso de prensa, pues él no quería recursos de la empresa privada para no comprometer su independencia. De sus amigos tan solo logramos unas pocas donaciones, lejos de la tan anhelada meta para pagarlo. Gaviria, con su acostumbrado humor, se burlaba de nuestra empresa, pues sabía que la mayoría de sus amigos cercanos eran académicos a quienes no les sobraba el dinero para hacer donaciones, o funcionarios que no podían participar en política.
Lo que sí lo sorprendió fue que algunos jóvenes periodistas se negaran a hacer notas sobre él con el argumento de que no respetaba el periodismo. Hay que recordar que en la Corte, Gaviria había sido ponente de una decisión contra una ley que exigía tarjeta profesional para ejercer como periodista. Tal exigencia, a su juicio, limitaba arbitrariamente el derecho a la libre expresión y era una cortapisa para la democracia, que se nutre de lo que se conoce como el libre mercado de las ideas. Por fortuna, un periodista consagrado, Yamid Amat, quien compartía la visión de que el periodismo es ante todo un oficio, le abrió una primera tribuna, y su candidatura despegó.
En esa campaña Carlos Gaviria participó en pocos eventos. El más pintoresco fue uno organizado por jóvenes en ciudad Kennedy. El contraste entre un candidato formalmente vestido y un público que no superaba los 20 años, con vestimentas de taches y pelo de todos los colores, era digno de ver. A Gaviria, como buen profesor, le gustaba estar entre jóvenes, así que a pesar de que el evento comenzó con un concierto estridente de heavy metal (que, por cierto, nos recordó el cuento de Vincent), fue uno de los pocos actos de campaña en el que lo vi disfrutar plenamente de eso de ser candidato.
El último evento de campaña, un encuentro con mujeres, describe bien al “anticandidato”. En él varios candidatos presentarían su campaña y al final firmarían un documento comprometiéndose a trabajar por las mujeres. Todos, con excepción de Gaviria, pasaron al frente, dieron su discurso y firmaron. Cuando llegó su turno, él expresó con contundencia: “Yo no firmo” y explicó que a lo largo de su vida pública había demostrado su compromiso con la lucha por la equidad de género y que no necesitaba de un papel para dar cuenta de ese compromiso. Sobra decir que las organizadoras no quedaron muy contentas, pero para quienes lo conocíamos era simplemente la expresión de su coherencia.
Liberal, de izquierda, radical...
Lo que sigue de esta historia es ya conocido. Gaviria sacó la quinta votación al Senado, fue declarado el ‘palo’ de las elecciones, lo que en parte motivó que otros movimientos de izquierda se acercaran alrededor de su nombre para formar un partido de más largo aliento. Aunque su empresa fue exitosa, yo creo que en esa unión también se fue distorsionando ante la opinión pública el pensamiento liberal de Gaviria. Como dice una amiga, este país es tan conservador, que a un hombre liberal hasta el tuétano, como Carlos Gaviria, se le terminó describiendo como radical de izquierda. Incluso, si hay una descripción injusta fue la de aquellos que lo llamaron “comunista disfrazado”. Gaviria, con la elegancia de siempre y como lo había hecho ya en el evento de mujeres, respondió recordando que en su larga vida pública había dado cuenta de ser un liberal en el más puro sentido de la palabra.
Yo acompañé a Carlos Gaviria tan solo un año como senador. Luego tomé otro rumbo pues, como bien aprendí de él, a todo alumno le llega el momento de intentar hablar su propia voz. Lamento, sin embargo, no haber tenido la oportunidad de darle un último abrazo y decirle lo mucho que significó para mí. Hoy, tan solo puedo expresar que su legado queda en toda una generación de juristas que creemos que la Corte, y de hecho la política, se puede recuperar siguiendo su ejemplo de coherencia, comportamiento ético y compromiso decidido por la defensa de los derechos.
* Abogada de la Universidad de los Andes, con maestría en derecho de Harvard University. Ha sido magistrada auxiliar de la Corte Constitucional, profesora de la Universidad de los Andes y consultora en varios proyectos de derecho constitucional y derechos humanos. Actualmente, cursa doctorado en la Universidad de York, en Toronto, Canadá.


jueves, 7 de mayo de 2015

Los héroes en Colombia sí existían

“Existió un héroe llamado Carlos Gaviria. Fue, es y será mi Batman”

Por: Mauricio Duarte | mayo 06, 2015

De niño siempre se sueña con ese héroe tipo Superman norteamericano, que en la menor intrusión del mal en la vida de cualquier ciudadano, va a venir a ayudarlo, con su roja capa. Otros, tal vez, soñábamos con ese Batman. Debo confesar que mi favorito era Robin para acompañarlo en su bati-móvil a recorrer las calles, no de Gótica, si no de la ciudad o pueblito (más recóndito) en el que se hallara el soñador.
¡No solo eso! Uno creía ese héroe invulnerable hasta que aparecía Luthor con su criptonita y nos jodía a Superman; o El Guasón, y nos sacaba de casillas a nuestro amigo murciélago. Y así con todos los héroes que por extraterrestres que fueran su punto débil tenían. Siempre preferí ver a Batman más viejo que muerto, así naciera un tal Batman Beyond (Batman del Futuro), y ver a mi querido Bruno Díaz anciano y con su bastón por toda la baticueva, ahora dando lucha al mal de otra manera: usando su experiencia y sabiduría. Aunque eso solo sucede en los animados, mis héroes no eran más que el movimiento de muñeca con un lápiz perfilado sobre un lienzo.
Esos tiempos quedaron atrás y cuando uno va creciendo se da cuenta de otros contenidos dentro de su ‘súper’ favorito, que de una u otra manera hablan de temas importantes, socialmente hablando, pero que muchos, en un gran número de ocasiones, pasábamos por alto, y que llegando a la adultez olvidamos completamente. Y empiezan a parecer otros héroes en nuestras vidas, eso sí, dependiendo de nuestro oficio. Para unos será Patarroyo, para otros Llinás, para los de arriba el que está arriba, para los de abajo quien está abajo, y va subiendo, pero para la mayoría de los que dedicamos nuestra vida a las leyes, o la preocupación social, existió un héroe llamado Carlos Gavira.
Sí, ese señor, al que a muchos nos deleitó con sus excepcionales ponencias, enseñándonos el verdadero valor del pensamiento jurídico, dejando ese pensamiento en derecho por lo más alto. Él, que a la hora de hablar respetaba tanto la opinión de quien tuviera enfrente como si fuera la suya misma. Ese señor, que junto a otros ocho dejó en la primera Corte Constitucional la semilla de la flor del progresismo, pluralismo, y la defensa de los derechos de los desfavorecidos socialmente es mi héroe. ¡Ese señor fue, es y será mi Batman!
Ps. Procura ser un pequeño homenaje a mi héroe a un mes de su muerte.
Ps2. Quienes se llegasen a sentir ofendidos por la analogía aquí realizada, que se sepa, que no se hace con esa intención; la única, y verdadera, intención es recordarlo como lo que para muchos fue.
Ps3. Si no fue su Batman, déjenlo ser el de muchos.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Homenaje a Carlos Gaviria, viernes 8 de mayo, Comfenalco Torre C

RECUPEREMOS LA ÉTICA EN LA POLÍTICA

Existe una frase típica de las abuelas, “no muere quién se va, sólo muere quién se olvida”. Después del impacto recibido por la noticia sobre el fallecimiento de Carlos Gaviria Díaz,  recordamos nuestro trasegar por la historia de lucha y resistencia en la política Colombiana, Valluna y Caleña, donde queda testimonio de la prolija actuación del maestro en nuestra vida pública donde nos entregó su legado como  hombre comprometido, político claro y contundente,  luchador honrado, militante disciplinado, poeta, y amigo sincero, a quién nos comprometemos  a no olvidar.

Sus premisas y su pensamiento preñaron de sentido la militancia en el POLO DEMOCRÁTICO ALTERNATIVO, partido al cual perteneció desde su fundación, defendió y aportó a su desarrollo y fortalecimiento. Su figura ha sido reconocida como baluarte de la ética y la caballerosidad en la vida jurídica, académica y política de nuestra Nación.

Así que, hoy más que nunca  cae bien la alegoría que le estamos preparando al Maestro Gaviria y que se une a la decena de homenajes que en todo el territorio Colombiano le han venido haciendo desde su partida.

Entrada libre
LUGAR: Comfenalco – Cali Calle 5 Torre C
Fecha y Hora: viernes 8 de mayo de 2015 a partir de las 5:30



Legado, Leo


El sabio de la tribu


Un presocrático

Carlos Gaviria hizo muchas cosas en su vida: fue juez de pueblo, profesor universitario, magistrado de la Corte Constitucional, tratadista de Derecho, senador de la República, candidato a la presidencia de una coalición de izquierda, autor de sesudos ensayos académicos (y no me sorprendería que hubiera sido también pudoroso y secreto poeta clandestino).

Por: Antonio Caballero


Carlos Gaviria hizo muchas cosas en su vida: fue juez de pueblo, profesor universitario, magistrado de la Corte Constitucional, tratadista de Derecho, senador de la República, candidato a la presidencia de una coalición de izquierda, autor de sesudos ensayos académicos (y no me sorprendería que hubiera sido también pudoroso y secreto poeta clandestino). En lo ideológico, lo describieron de muchos modos: “comunista disfrazado”, lo llamó su rival electoral Uribe Vélez en lo que creyó un doble insulto: y Gaviria no era ni lo uno ni lo otro. En un artículo de entonces lo definí yo como un liberal en el sentido filosófico de la palabra; y, por liberal, hombre de izquierdas. Ahora, en hipócritas necrologías hagiográficas (qué bueno era el difunto), subrayan lo de “liberal” para borrar lo de la “izquierda”, como si los dos conceptos no fueran un continuum histórico. Y unos que ayer lo tachaban de oportunista por haberse lanzado a la baja política desde la alta magistratura lo llaman hoy profesor de ética.

En esas diversas encarnaciones le fue a Carlos Gaviria bien en algunas, y en casi todas mal. Muy bien como escritor, para placer de sus lectores: la claridad concisa del pensamiento. Mal como político práctico: anodino parlamentario, derrotado candidato presidencial (aunque supo llevar a la izquierda colombiana a su más alta votación en la historia), incompetente jefe de partido que no pudo impedir ni su corrupción ni su disgregamiento. También bastante mal como guía ético, como “sabio de la tribu”, para usar uno de los epítetos suscitados por su inesperada muerte: la Corte admirable que él presidió hace veinte años es ahora un nido de podredumbre y un foco de vergüenza. Y muy mal como profesor Derecho: en la Universidad de Antioquia fue su alumno el futuro atrabiliario presidente Uribe Vélez.
No hay novedad en eso, la verdad sea dicha: recordemos que ya hace dos mil años fue alumno del moralista estoico Séneca el futuro atrabiliario emperador Nerón.Muchas fueron, digo, las facetas de Carlos Gaviria. Empezando por su propia cara, que dibujé para ilustrar este artículo: una cara hecha de rasgos heteróclitos, como los de la quimera de la mitología. Una alta frente de pensador, una gruesa mandíbula barbada de león, un cutis liso y sonrosado de bebé, una blanca melenita coquetamente descuidada, una naricita respingada de niño travieso, un ancho cuello de toro. ¿Una cara de qué? De Papá Noel, se dijo muchas veces. De maestro de escuela, de sabio distraído de tiras cómicas, de abuelito benévolo, de apóstol retratado por un pintor manierista (un San Pedro de El Greco). Una cara de filósofo.

Precisemos: de filósofo presocrático. Una especie de Protágoras. Pues cuando lo describí en aquel artículo de hace diez años mencioné a Kant y a Voltaire, porque no conocía entonces (ni él lo había dado todavía a la imprenta) un bello librito que, de una pudorosa y secreta manera, podría mirarse como su autobiografía intelectual: “Mito o logos” (creencia o saber). Son apenas un centenar de páginas en las que lleva al lector desde los orígenes poéticos de la filosofía de los griegos hasta el pensamiento de Platón. Y en ellas muestra Carlos Gaviria una particular amistad por la heterodoxia y el escepticismo de los sofistas del siglo v, que tuvieron la pretensión impía, prometeica, la “descabellada y arrogante idea” de enseñarles a los hombres la virtud. Fueron por eso, para Gaviria, los fundadores del humanismo.

En la dedicatoria de ese libro a sus hijos escribe con desengañada ironía: “Para (mis hijos), cómplices de mi vocación por lo inútil”.