Magistrado, maestro y “anticandidato”
Hoy estaría cumpliendo 78 años el
recientemente fallecido líder.
Por: Natalia Ángel Cabo * / Especial para El
Espectador
Con frecuencia, Carlos
Gaviria llamaba a sus colaboradores de urgencia a su despacho: “Es hora de leer
poesía”, les decía. Y leían, “hasta que sintiéramos que cualquier lucha era
posible. /Archivo El Espectador
Sobre Carlos Gaviria se han escrito ya
sentidos homenajes y bastante se ha dicho sobre este hombre afable, maestro de
muchos. Yo quiero sumarme a su despedida contando un poco de lo que viví
durante años de trabajar como auxiliar de su despacho en la Corte
Constitucional, monitora en la Universidad de los Andes y jefe (aunque el
título me quede grande) de su primera campaña al Senado.
Cuando lo conocí él ya representaba un
símbolo de cambio constitucional. Para mí, como para toda una generación de
nacientes constitucionalistas, era todo un acontecimiento que un filósofo,
profesor universitario y sin ningún vínculo político, hubiera sido elegido
magistrado. Mirando atrás, no me cabe duda de que su elección fue posible
porque muchos de los que lo apoyaron no anticiparon que este hombre escribiría
buena parte de las decisiones más progresistas de la Corte Constitucional. En
el momento en que Gaviria era magistrado estaba todo por construir. Y para él,
construir significaba mandar mensajes simples, pero radicales, frente a lo que
esta sociedad estaba acostumbrada: el respeto de la libertad individual, la
necesidad de garantizar condiciones de igualdad para grupos marginados y
discriminados y la importancia de defender la democracia como condición de
libertad.
El fallo de la despenalización de la
dosis personal de droga es —para críticos y defensores— su decisión más
célebre. Y sin duda recoge el centro de su compromiso constitucional: una
defensa a ultranza de la autonomía individual, de permitir a la persona definir
su proyecto de vida y, como dijo en una sentencia, de que cada persona decida
qué es bueno o malo para ella. Gaviria creía firmemente que si una conducta no
afecta directamente a otros, sólo por ella debe ser decidida, y que si un
comportamiento se estima socialmente indeseable, principalmente a través del
diálogo y de la educación, y no de la fuerza, se generan las transformaciones.
Por eso no debe sorprender que cuando le pregunté cuál había sido su más dura
derrota en la Corte, me contestara que aquella sobre su propuesta de declarar
inconstitucional la norma que permite el castigo corporal moderado de los
niños. En lo que terminó siendo uno de sus más bellos salvamentos de voto,
sintetiza su postura frente al castigo y la educación:
“Por la fuerza se arrastra, pero no se
conduce. Suprimir, por el uso de la fuerza, la capacidad evaluativa del niño es
ignorar las condiciones que lo hacen digno. Quien conduce enseña el camino que
juzga mejor, pero el que arrastra elimina brutalmente toda posibilidad de
optar. Cosifica al sujeto, al despojarlo de la libertad que lo signa.
La tarea del educador consiste, ante
todo, en crear las condiciones propicias para que la conciencia moral empiece a
plasmarse y el sujeto ético a construirse, y nada de ello es posible en un
ambiente presidido por el miedo (…)”.
Fueron muchas las batallas, muchas las
derrotas, pero en todas demostró su coherencia y un compromiso único con la
libertad y con la igualdad de grupos tradicionalmente marginados y
discriminados. Él apoyaba la lucha de las mujeres por la igualdad, lo cual se
reflejó en diversas decisiones, como la que aprobó la llamada Ley de cuotas y
la que acepta una edad pensional menor para las mujeres, sobre consideraciones
de igualdad material. Rechazaba la estigmatización de orientaciones sexuales
diversas, pues no toleraba que un país que se dice respetuoso de la igualdad y
la dignidad humanas obligara a las personas, so pena de sanción, a vivir en la
clandestinidad.
Sus sentencias sobre diversidad étnica y
cultural son reconocidas en el mundo como decisiones paradigmáticas en las que
se avanza una regla simple pero poderosa para garantizar la supervivencia de
minorías étnicas y culturales: las comunidades indígenas dentro de su
territorio gozan de un máximo de autonomía para decidir sus asuntos y juzgar a
sus miembros conforme a sus reglas y procedimientos.
La defensa del proyecto democrático
también era una de sus banderas, pero un proyecto que se construye y no se
impone por la fuerza. Reflejo de ello son sus elocuentes pronunciamientos
contra las sanciones a la cobardía, y el fallo que insiste en que los estímulos
al voto son preferibles al voto obligatorio.
El
aprendizaje, el maestro
Trabajar con Gaviria era embarcarse en
un proyecto diario de cambio constitucional. Y para este cambio se requería
valentía. Fueron muchos los triunfos, pero también los momentos difíciles. La
pelea que se gestó al interior de la Corte por la sentencia de la eutanasia,
que terminó distanciando a Gaviria de personas a las que quería y admiraba, le
dolió, lo mismo que los embates contra la tutela y la lectura acomodada de
algunos periodistas sobre la sentencia que defendió la inviolabilidad
parlamentaria. Pero, como siempre, respondió con elocuencia. Para defender la
tutela, publicó un bellísimo escrito: La tutela como un instrumento de paz,
que, a mi juicio, debe ser lectura obligada para todo estudiante de derecho. En
él pone de presente cómo, en un país violento como Colombia, la tutela sirve
para que la gente evite la justicia por propia mano y recurra a la a vía
racional y civilizada de resolución de conflictos: el derecho.
Obviamente, cuando Gaviria llegó a la
Corte ya había superado muchos retos, así que ninguno de los anteriores lo
aminoraba. En varias ocasiones me habló con tristeza de la muerte de su padre,
de su exilio en Argentina y del dolor que le causó el asesinato de su gran
amigo Héctor Abad Gómez. Estos hechos lo habían fortalecido. Para quienes
trabajábamos a su lado incluso los momentos álgidos se convertían en instancias
de aprendizaje. Con frecuencia, nos llamaba con urgencia a su despacho y con la
candidez de siempre nos decía: “Es hora de leer poesía”. Sacaba su libro y nos
envolvía con su lectura hasta que todos sintiéramos que cualquier lucha era
posible.
Muchos de sus amigos han recordado su
pasión por Borges, Kant, Berlin, Wittgenstein y Kelsen. Para mí fue memorable
un seminario sobre Kelsen del que tuve el placer de ser su monitora. En la
primera sesión transportaba a los estudiantes a la Viena del momento. Comenzaba
por Wittgenstein, pero no en su fase de filósofo sino en la de arquitecto de la
casa de su hermana. A partir de ahí, hablaba sobre la Viena de la posguerra y
su lugar en la historia. Mirábamos reproducciones de los cuadros de Klimt,
hablábamos de Freud, oíamos música clásica, y una vez nos situábamos en el
lugar y en la época, nos comenzaba a leer un extracto de un libro de Kelsen, no
sin antes lamentar las malas interpretaciones que se habían hecho del jurista
austríaco.
Una tarde en la Corte, nos dedicamos a
la lectura de Simone Weil. A pesar de que Gaviria era agnóstico y Weil mística,
él la admiraba por su capacidad de compasión y defensa de los trabajadores. Un
libro sobre ficciones, La Filosofía del como si, del filósofo kantiano Hans
Vaihnger, era uno de sus tesoros más preciados. Se ufanaba de tener una copia,
pues no había sido reeditado y el autor había quedado en el recuerdo de unos
pocos filósofos que, como él, apreciaron su valor. Cuando me dejó ojearlo,
abrazó su libro y con reticencia me rogó que lo mirara con especial cuidado.
Quien conozca las sentencias de Gaviria entenderá la influencia de este libro
en sus decisiones. La que él llamaba “ética del como si” aparece hermosamente
plasmada en una de sus pocas publicaciones y en diferentes sentencias, como
aquella que habla del deber general de obediencia del derecho. La que a mí más
me gusta es una sentencia de tutela en la que la Corte, con ponencia de
Gaviria, ‘regaña’ a un padre que no quiere dar alimentos a su hijo. Palabras
más, palabras menos, allí se expresa: La Corte no puede obligarlo a querer a su
hijo, pero sí puede obligarlo a que actúe como si lo quisiera.
Para quienes trabajábamos con Carlos
Gaviria, él fue no sólo un maestro, sino también un verdadero amigo; capaz de
tener empatía con sus colaboradores en momentos difíciles y de hacernos reír a
punta de cultura y elocuencia. Cuando murió mi padre, por ejemplo, me regaló
Tratado de Culinaria para Mujeres Tristes, de Héctor Abad Faciolince, y en un
momento de crisis existencial me leyó, entre carcajadas, el cuento de Manuel
Vincent “No pongas tus sucias manos sobre Mozart”, la historia de un hombre de
izquierda, respetuoso de la libertad, que después de resistir durante años la
tentación del autoritarismo paterno, explota ante la ‘insolencia’ de su hija
rockera cuando se atreve a tocar su preciado disco “Sinfonía número 40” de
Mozart. Yo creo que Gaviria tenía mucho del hombre de ese cuento, pues si bien
jamás recurriría a la violencia, y mucho menos les pondría una mano encima a
sus hijas, que adoraba, su elegancia y su amor por la cultura le hacían
morderse los labios cada vez que la sentía atropellada.
Gaviria gozaba plenamente de la compañía
de su esposa, María Cristina; de su hijo, Juan Carlos; de sus hijas Ana
Cristina, Natalia y Ximena, y de sus amigos. Sin embargo, también era un hombre
a quien le gustaba la soledad. Cuando renuncié a la Corte para estudiar en
Estados Unidos, me escribió una bella carta en la que expresó:
“Cómo es de necesario el ejercicio de
mirar para adentro y rendirse cuentas uno mismo. A veces la compañía diluye el
compromiso más urgente, que es con uno mismo, y termina uno viviendo
superficialmente y tomándole el pelo a la responsabilidad vital. Yo aprecio y
gozo mucho la soledad como opción porque me permite saber hasta dónde soy capaz
de ser auténtico, que es la única forma digna de existir”.
La
causa perdida de la política
Para mí fue una sorpresa su decisión de
lanzarse a la política. Para ese entonces le estaba gestionando una invitación
a la Universidad de Harvard, pues quería dedicarse a terminar un libro sobre
Platón que tenía por varios años entre el tintero. Cuando le escribí con cierto
reparo, me respondió:
“Esto lo hago como un compromiso ético.
Me parece que respaldar una propuesta democrática y de izquierda constituye un
doble mensaje: para el establecimiento, que se niega a renunciar a sus
privilegios, y para la guerrilla, que insiste en que las transformaciones
esenciales sólo se pueden hacer por las vías más irracionales. Además, recuerda
que soy borgiano y según Borges, un caballero sólo se apunta a las causas
perdidas”.
Mi cariño y mi admiración por Carlos
Gaviria le ganaron a mi sorpresa inicial por su incursión en política y, por
ello, a mi regreso al país, decidí acompañarlo en su primera empresa electoral.
Llegué tres meses antes de las elecciones del 2002. Él no parecía interesado en
empezar su campaña y varias de las personas que lo querían no tenían idea de su
aspiración al Senado. Algunos miembros de su partido, el entonces llamado
Frente Social y Político, organizaban eventos para presentar su candidatura,
pero él los cancelaba porque tenía clase en la universidad. Lo cierto es que en
ese entonces Gaviria no tenía mayores afanes de ser elegido congresista. Mucho
menos iba a renunciar a las cosas que lo hacían feliz para participar en actividades
proselitistas. Al final del día, se sentaba con su equipo cercano y se reía de
que le reclamaran su actitud de antipolítico. Más de una vez se burló de sí
mismo repitiendo la historia de un amigo que años atrás le había dicho: las
personas más inteligentes que conozco son de izquierda, los buenos humanistas
son de izquierda, los mejores profesores son de izquierda, pero cuando la
izquierda se mete en política, la embarra. A renglón seguido, se reía a
carcajadas.
Yo no puedo hablar de lo que fue Gaviria
como candidato del Polo. Lo único que sé es que en su primera incursión en
política, en momentos en los que le daba lo mismo ganar o perder, la risa era
constante. Como anécdota curiosa me acuerdo del esfuerzo descomunal por
conseguirnos 20 millones de pesos para un aviso de prensa, pues él no quería
recursos de la empresa privada para no comprometer su independencia. De sus
amigos tan solo logramos unas pocas donaciones, lejos de la tan anhelada meta
para pagarlo. Gaviria, con su acostumbrado humor, se burlaba de nuestra
empresa, pues sabía que la mayoría de sus amigos cercanos eran académicos a
quienes no les sobraba el dinero para hacer donaciones, o funcionarios que no
podían participar en política.
Lo que sí lo sorprendió fue que algunos
jóvenes periodistas se negaran a hacer notas sobre él con el argumento de que
no respetaba el periodismo. Hay que recordar que en la Corte, Gaviria había
sido ponente de una decisión contra una ley que exigía tarjeta profesional para
ejercer como periodista. Tal exigencia, a su juicio, limitaba arbitrariamente
el derecho a la libre expresión y era una cortapisa para la democracia, que se
nutre de lo que se conoce como el libre mercado de las ideas. Por fortuna, un
periodista consagrado, Yamid Amat, quien compartía la visión de que el
periodismo es ante todo un oficio, le abrió una primera tribuna, y su
candidatura despegó.
En esa campaña Carlos Gaviria participó
en pocos eventos. El más pintoresco fue uno organizado por jóvenes en ciudad
Kennedy. El contraste entre un candidato formalmente vestido y un público que
no superaba los 20 años, con vestimentas de taches y pelo de todos los colores,
era digno de ver. A Gaviria, como buen profesor, le gustaba estar entre
jóvenes, así que a pesar de que el evento comenzó con un concierto estridente
de heavy metal (que, por cierto, nos recordó el cuento de Vincent), fue uno de
los pocos actos de campaña en el que lo vi disfrutar plenamente de eso de ser
candidato.
El último evento de campaña, un
encuentro con mujeres, describe bien al “anticandidato”. En él varios
candidatos presentarían su campaña y al final firmarían un documento comprometiéndose
a trabajar por las mujeres. Todos, con excepción de Gaviria, pasaron al frente,
dieron su discurso y firmaron. Cuando llegó su turno, él expresó con
contundencia: “Yo no firmo” y explicó que a lo largo de su vida pública había
demostrado su compromiso con la lucha por la equidad de género y que no
necesitaba de un papel para dar cuenta de ese compromiso. Sobra decir que las
organizadoras no quedaron muy contentas, pero para quienes lo conocíamos era
simplemente la expresión de su coherencia.
Liberal,
de izquierda, radical...
Lo que sigue de esta historia es ya
conocido. Gaviria sacó la quinta votación al Senado, fue declarado el ‘palo’ de
las elecciones, lo que en parte motivó que otros movimientos de izquierda se
acercaran alrededor de su nombre para formar un partido de más largo aliento.
Aunque su empresa fue exitosa, yo creo que en esa unión también se fue
distorsionando ante la opinión pública el pensamiento liberal de Gaviria. Como
dice una amiga, este país es tan conservador, que a un hombre liberal hasta el
tuétano, como Carlos Gaviria, se le terminó describiendo como radical de
izquierda. Incluso, si hay una descripción injusta fue la de aquellos que lo
llamaron “comunista disfrazado”. Gaviria, con la elegancia de siempre y como lo
había hecho ya en el evento de mujeres, respondió recordando que en su larga
vida pública había dado cuenta de ser un liberal en el más puro sentido de la
palabra.
Yo acompañé a Carlos Gaviria tan solo un
año como senador. Luego tomé otro rumbo pues, como bien aprendí de él, a todo
alumno le llega el momento de intentar hablar su propia voz. Lamento, sin
embargo, no haber tenido la oportunidad de darle un último abrazo y decirle lo
mucho que significó para mí. Hoy, tan solo puedo expresar que su legado queda
en toda una generación de juristas que creemos que la Corte, y de hecho la
política, se puede recuperar siguiendo su ejemplo de coherencia, comportamiento
ético y compromiso decidido por la defensa de los derechos.
* Abogada de la Universidad de los
Andes, con maestría en derecho de Harvard University. Ha sido magistrada
auxiliar de la Corte Constitucional, profesora de la Universidad de los Andes y
consultora en varios proyectos de derecho constitucional y derechos humanos.
Actualmente, cursa doctorado en la Universidad de York, en Toronto, Canadá.