Carlos Gaviria hizo muchas cosas
en su vida: fue juez de pueblo, profesor universitario, magistrado de la Corte
Constitucional, tratadista de Derecho, senador de la República, candidato a la
presidencia de una coalición de izquierda, autor de sesudos ensayos académicos
(y no me sorprendería que hubiera sido también pudoroso y secreto poeta
clandestino).
Por: Antonio Caballero
Carlos Gaviria hizo muchas cosas en su vida: fue juez
de pueblo, profesor universitario, magistrado de la Corte Constitucional,
tratadista de Derecho, senador de la República, candidato a la presidencia de
una coalición de izquierda, autor de sesudos ensayos académicos (y no me
sorprendería que hubiera sido también pudoroso y secreto poeta clandestino). En
lo ideológico, lo describieron de muchos modos: “comunista disfrazado”, lo
llamó su rival electoral Uribe Vélez en lo que creyó un doble insulto: y
Gaviria no era ni lo uno ni lo otro. En un artículo de entonces lo
definí yo como un liberal en el sentido filosófico de la palabra; y, por
liberal, hombre de izquierdas. Ahora, en hipócritas necrologías hagiográficas
(qué bueno era el difunto), subrayan lo de “liberal” para borrar lo de la
“izquierda”, como si los dos conceptos no fueran un continuum histórico. Y unos
que ayer lo tachaban de oportunista por haberse lanzado a la baja política
desde la alta magistratura lo llaman hoy profesor de ética.
En esas diversas encarnaciones le fue a
Carlos Gaviria bien en algunas, y en casi todas mal. Muy bien como escritor,
para placer de sus lectores: la claridad concisa del pensamiento. Mal como
político práctico: anodino parlamentario, derrotado candidato presidencial
(aunque supo llevar a la izquierda colombiana a su más alta votación en la
historia), incompetente jefe de partido que no pudo impedir ni su corrupción ni
su disgregamiento. También bastante mal como guía ético, como “sabio de la
tribu”, para usar uno de los epítetos suscitados por su inesperada muerte: la
Corte admirable que él presidió hace veinte años es ahora un nido de
podredumbre y un foco de vergüenza. Y muy mal como profesor Derecho: en la
Universidad de Antioquia fue su alumno el futuro atrabiliario presidente Uribe
Vélez.
No hay novedad en eso, la verdad sea
dicha: recordemos que ya hace dos mil años fue alumno del moralista estoico
Séneca el futuro atrabiliario emperador Nerón.Muchas fueron, digo, las facetas de Carlos Gaviria. Empezando por su propia
cara, que dibujé para ilustrar este artículo: una cara hecha de rasgos
heteróclitos, como los de la quimera de la mitología. Una alta frente
de pensador, una gruesa mandíbula barbada de león, un cutis liso y sonrosado de
bebé, una blanca melenita coquetamente descuidada, una naricita respingada de
niño travieso, un ancho cuello de toro. ¿Una cara de qué? De Papá Noel, se dijo
muchas veces. De maestro de escuela, de sabio distraído de tiras cómicas, de
abuelito benévolo, de apóstol retratado por un pintor manierista (un San Pedro
de El Greco). Una cara de filósofo.
Precisemos: de filósofo presocrático.
Una especie de Protágoras. Pues cuando lo describí en aquel artículo de hace
diez años mencioné a Kant y a Voltaire, porque no conocía entonces (ni él lo
había dado todavía a la imprenta) un bello librito que, de una pudorosa y
secreta manera, podría mirarse como su autobiografía intelectual: “Mito o
logos” (creencia o saber). Son apenas un centenar de páginas en las que lleva
al lector desde los orígenes poéticos de la filosofía de los griegos hasta el
pensamiento de Platón. Y en ellas muestra Carlos Gaviria una particular amistad
por la heterodoxia y el escepticismo de los sofistas del siglo v, que tuvieron
la pretensión impía, prometeica, la “descabellada y arrogante idea” de
enseñarles a los hombres la virtud. Fueron por eso, para Gaviria, los
fundadores del humanismo.
En la dedicatoria de ese libro a sus
hijos escribe con desengañada ironía: “Para (mis hijos), cómplices de mi
vocación por lo inútil”.
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