El líder fallecido encarnó lo que necesita la Justicia
y lo que necesitará la izquierda del país.
Si alguien ha encarnado en
Colombia el ideal platónico del gobierno de los sabios es Carlos Gaviria Díaz.
Por eso, quizá, nunca llegó a gobernar aunque su paso por la vida dejó una
profunda huella en la Justicia, en la política –particularmente en la izquierda–
y en el mundo intelectual y del humanismo criollo. Todos estos universos quedan
un poco huérfanos después de la muerte de Gaviria, el pasado 31 de marzo, a sus
77 años.
A Carlos
Gaviria le sobraba mucho de lo que le falta a la mayoría de líderes en
Colombia. Por eso el vacío que deja es tan profundo. Sus amigos, aliados y
adversarios le reconocen el trato digno a sus contrincantes, sus grandes dotes
para la argumentación, el ser un hombre de convicciones, coherente, y siempre
con las cartas sobre la mesa.
En
tierras paisas fue ampliamente admirado como profesor de Derecho de la
Universidad de Antioquia, institución de la cual también fue vicerrector. Se
reconocía por su capacidad de reflexión y su compromiso con los derechos
humanos, en un tiempo aciago en el que cada uno de sus colegas caía bajo el
manto impune de la violencia.
Gaviria
era un maestro en todo el sentido de la palabra. De aquellos que, como
Sócrates, caminaban con sus alumnos en un diálogo constructivo y que llevó el
conocimiento, más allá del Olimpo de las aulas, a sedes sindicales y
organizaciones populares. Porque a pesar de que era un hombre de la elite
intelectual mantuvo siempre, a lo largo de su vida, vasos comunicantes con
aquellos que estaban metidos en el ‘fango’ de la política y los movimientos
sociales. Era, como lo habría dicho Antonio Gramsci, un intelectual orgánico,
de izquierda.
Tuvo que
exiliarse en los aciagos tiempos del narcoterrorismo, sin hacer nada contra
nadie, y solo por ser quien era: un librepensador leal a sus convicciones, que
hizo parte de una generación irrepetible de humanistas que estaban dispuestos a
cambiar el mundo, con representantes como Héctor Abad Gómez y Jesús María Valle.
En 1993 llegó a la recién creada Corte Constitucional, donde desplegó todo su
potencial como humanista y académico del Derecho.
Aquella
corte a la que perteneció Carlos Gaviria le dio sentido pleno a una
Constitución que iba muchos pasos más adelante que la sociedad que
misteriosamente la había promulgado. Si Colombia había sido un país godo y
clerical por excelencia, la violencia y el narcotráfico la habían hecho más
conservadora, y si se quiere, derechista. Por tanto, ese robusto cuerpo de
libertades y derechos que habían quedado en la Carta Magna necesitaban urgente
una interpretación jurídica, una precisión y el trazado de sus alcances. No
cabe duda de que Carlos Gaviria fue determinante para que las libertades y
derechos allí contemplados, en lugar se ser acotados por lo bajo, se
expandieran y pusieran a las nuevas generaciones a mirar para adelante, hacia
un país moderno, laico. No ha habido en Colombia, posiblemente desde la
Constitución de Rionegro, una institución tan liberal y moderna como aquella
corte y Gaviria era, sin exageraciones, el sabio de esa tribu. Como heredero de
la revolución francesa, sentenció siempre en favor de la libertad, la igualdad
y la fraternidad.
A pesar
de ser un hombre de izquierda, defensor de un Estado fuerte, Gaviria estaba
convencido de que este no debía interferir en la autonomía de las personas. Por
eso defendió libertades tan profundas como la eutanasia, la dosis mínima en
consumo de drogas y la libre opción de la maternidad. Pero también de manera
radical la libertad de expresión, cuando fue uno de los artífices de que se
cayera la tarjeta de periodista, y de la tutela. No porque él mismo fuera
agnóstico, defendió siempre la libertad de cultos, y la separación de la
Iglesia del Estado. Y en consonancia con las corrientes de derecho más
contemporáneas fue defensor de la equidad a través de la garantía de derechos
económicos y sociales. Eran tiempos en los que la corte, en pleno, deliberaba
con argumentaciones de hondo calado intelectual, como consta en las sentencias
más famosas.
De Carlos
Gaviria se recuerdan, sobre todo, sus sentencias más emblemáticas. Pero tan
importantes como ellas fueron algunos salvamentos de voto en algunos casos en
los que fue derrotado, pero en los que igual defendió su ideal de la autonomía
de las personas: la posibilidad de que cada persona pueda elegir lo que es
bueno o malo para ella, definir las propias normas. Buscar un máximo de
autonomía y un mínimo de restricción, con excepción de las conductas que
amenacen la vida o el debido proceso.
Bajo este
principio, que en la Constitución se llama “libre desarrollo de la
personalidad”, defendió el multiculturalismo (incluido el fuete como forma de
castigo de los paeces), la ley de cuotas en favor de la mujer (para remover
obstáculos para la igualdad con los hombres), de los homosexuales (a nadie se
le puede condenar a vivir en la clandestinidad), de los menores (se opuso a una
norma que contempla el castigo moderado), de las instituciones (incluso la
inviolabilidad del voto que favoreció a los congresistas que votaron a favor de
Ernesto Samper en el proceso 8.000).
Decir que
Gaviria era un hombre de izquierda es verdad, al tiempo que se corre el riesgo
de que la denominación se quede estrecha para alguien heterodoxo y flexible
como él. Es cierto que en su juventud estuvo cerca de Firmes, aquel movimiento
socialista que lideró otro de los sabios que ha tenido la política de este
país, Gerardo Molina. Solo volvió a la militancia cuando, ya retirado de la
corte, encontró que el país estaba virando hacia la derecha, de la mano del
presidente Álvaro Uribe. La agenda de seguridad de Uribe traía consigo una
serie de medidas que cercenaban libertades y por eso Gaviria encontró necesario
y casi obligatorio entrar en acción. Su prestigio, por encima de clases
sociales, regiones e incluso filiaciones partidarias. Encabezó la lista del
Frente Social y Político al Senado, movimiento cuya cabeza visible hasta ese
momento era Lucho Garzón. Para sorpresa de todos, sacó una alta votación, la
quinta del país.
Ya en el
Polo Democrático Alternativo se enfrentó a Álvaro Uribe en 2006 como candidato
a la Presidencia, muy a pesar de que la reelección del entonces presidente
estaba garantizada. A pesar de su derrota, se convirtió en un fenómeno
político, con 2 millones y medio de votos y un segundo lugar, inédito en la
historia de la izquierda colombiana. En gran medida, eran votos por Gaviria,
más que por su partido, pues él mismo encarnaba la antítesis política y moral
de Uribe, quien para entonces ya había dado rienda suelta a un estilo
pendenciero de gobierno. Gaviria había sido profesor de Uribe, su coterráneo,
pero su enfrentamiento electoral, más que una anécdota o una casualidad,
simbolizó la oferta de dos proyectos alternativos.
Y aunque
no ganó la Presidencia, ganaron él mismo y el país porque dejó para la historia
la lección de que la Justicia también podía ejercerse desde la política. Dio
con ese eslabón frecuentemente perdido entre teoría práctica, entre lo que se
predica y lo que se aplica, entre el discurso y la acción. El magistrado
Gaviria era el mismo candidato Gaviria, defendiendo con palabras y hechos sus
principios y convicciones, con tolerancia, e imprimiéndole a la política un
estilo sobrio, allí donde la chabacanería se había instalado.
Resulta
paradójico, por decir lo menos, que este hombre que llevó con gran altura el
grado de magistrado, fallezca justo cuando la institución que él –junto a
otros– elevó al rango de la más confiable y decente del país, hoy esté
hundiéndose en el lodo de la corrupción y el descrédito. Que muera cuando en el
país la gente pide a gritos que haya muchos Carlos Gaviria en la Justicia, si
es que se quiere devolverle la dignidad.
Eso sí,
sus amigos concuerdan en que se sentía más a gusto en las salas universitarias,
y en la Corte Constitucional, que en los pasillos del Congreso. Como senador
fue parte de una institución que quería reformar. Una paradoja que con
frecuencia se reflejó en desgano hacia su labor legislativa, e incluso hacia la
política. Sus críticos le cuestionaron falta de compromiso, en especial con su
partido, que no era otra cosa que falta de vocación para nadar en las aguas del
statu quo. Por eso, después de su alta votación en la elección presidencial de
2006 no mantuvo el liderazgo de la izquierda unida y su retiro poco disimulado
contribuyó a que la izquierda retomara su vocación histórica de división y
luchas intestinas. No pocos esperaron una voz más firme de Carlos Gaviria sobre
la comprobada corrupción del gobierno de Samuel Moreno en Bogotá.
Pero es
lamentable la desaparición de Gaviria para la izquierda, justo cuando necesita
líderes capaces de superar los intereses de grupo, y hablarle a una Nación que
ve en la paz, una esperanza para el cambio social. Ese cambio con el que tanto
soñó Gaviria, y del que fue artífice. Porque si en algo hay consenso es que
este país es mejor por hombres que, como él, impartieron justicia, y le
apostaron a elevar la dignidad del ejercicio político. Carlos Gaviria fue un
hombre de cambio.
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