LA NOCHE DEL DOMINGO 28 DE MAYO de 2006, después de
que se conocieron los resultados oficiales de las elecciones que lo enfrentaron
a Álvaro Uribe Vélez por la presidencia de la nación, Carlos Gaviria Díaz
comenzó su discurso citando a Jorge Luis Borges: “La derrota tiene una dignidad
que la ruidosa victoria no merece”.
Por: Javier Ortiz Cassiani
La semana anterior una mancha amarilla
había concurrido a su cierre de campaña en la Plaza de Bolívar de la ciudad de
Bogotá, y cuando el acto terminó, ya avanzada la noche, la gente en vez de
dispersarse se tomó de manera espontánea la carrera séptima y, en una marcha no
acordada, recorrió varias cuadras, quizá como una forma simbólica, no
premeditada, de confirmar la esperanza.
Para esos días, este hombre que parecía amansar las palabras antes de
decirlas con precisión justiciera, hizo olvidar a muchos colombianos de que a
la nación la precedían casi 200 años en la construcción de unas formas de hacer
política que le cerraban el paso a cualquier opción que representara un cambio
sustancial con la tradición. Muchos creyeron. Y el veterano jurista, amante de
Borges, más por metafísico que por literato, supo que debía aceptarla la
derrota acudiendo a la retórica moralizadora.
En un país de una pobreza doctrinaria tal, que la extrema derecha se asume
como liberal y un partido de derecha tiene el descaro de llamarse Centro
Democrático, no era extraño que algunos lo tildaran de comunista radical y
hasta de guerrillero. Carlos Gaviria fue antes que nada un liberal en el
sentido más sano y menos prostituido de ese concepto, que en su momento,
gracias a su credibilidad y ética a toda prueba, fue capaz de aglutinar las
fuerzas más disímiles de la volátil izquierda colombiana en un proyecto
democrático alternativo.
Sus apuestas ideológicas, su capacidad de discernimiento y argumentación,
no encontraron nunca interlocutores válidos en el panorama político nacional de
los últimos años, acostumbrado a la reducción de los debates necesarios a
fórmulas caricaturescas, digeridas sin ninguna clase de filtros por una
importante cantidad de colombianos, que las convierten en una suerte de mantra,
y las repiten hasta la saciedad en todos los escenarios.
En 1987, para no correr la misma suerte que Héctor Abad Gómez y Luis
Fernando Vélez —asesinados ese mismo año en Medellín—, tuvo que irse al exilio,
para regresar unos años después a darle algo de esperanza a esta nación que
hacía rato navegaba guiado por una brújula desquiciada. Ya no había remedio. A
pesar del dolor que nos causa su muerte, uno hasta se sorprende celebrando que
haya sido por muerte natural, y no cosido a plomo en una calle de alguna ciudad
del país como le ocurrió a muchos de su generación.
Carlos Gaviria siempre estuvo por encima de lo que ofrecía el paisaje
político nacional. Aquella noche en que reconoció la derrota, no pudo encontrar
a un mejor aliado que Jorge Luis Borges, ese sabio aventajado, que parecía un
Pegaso volando sobre la cuadrícula mental del universo cartesiano. El
exmagistrado sabio y prudente se fue con su dignidad a otra parte. Nosotros
seguimos viviendo en los tiempos de victorias indignas y ruidosas, y este país
sigue sin hacer méritos para merecer a hombres como él.
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